Artigo do historiador cubano exilado no México Rafael Rojas para o El País
El primer secretario del Partido Comunista de Cuba, Fidel Castro, escribió que John McCain y Barack Obama eran lo mismo y vaticinó que, llegado el momento, este último, quien de “puro milagro no ha sufrido la suerte de Martin Luther King”, no saldría electo ya que el “profundo racismo” que existe en Estados Unidos “hace que la mente de millones de blancos no se reconcilie con la idea de que una persona negra con la esposa y los niños ocupen la Casa Blanca, que se llama así, Blanca”. El secretario cultural de ese mismo partido, Eliades Acosta Matos, fue más lejos y dijo que el candidato demócrata era, como Colin Powell y Condoleezza Rice, un producto del neoconservadurismo norteamericano, más peligroso aún que el republicano, puesto que representaba las “suaves maneras del contraataque”.
Ambos políticos se equivocaron. Barack Obama ganó la presidencia de Estados Unidos con un programa claramente distinto al de su rival: política fiscal redistributiva, ampliación de la cobertura de seguridad social, promoción de fuentes alternativas de energía, retiro de las tropas en Irak, diplomacia multilateral, legislación moral avanzada. El error de estos ideólogos y políticos cubanos refleja el daño cultural que puede producir medio siglo de construcción de estereotipos negativos sobre Estados Unidos en la opinión pública de un país latinoamericano. Los líderes de un país así terminan, inevitablemente, desconociendo a su vecino, ignorando que, a pesar de su hegemonía mundial, esa nación es una democracia, donde, desde las campañas por los derechos civiles en los 60 y 70 y las políticas multiculturales de los 80 y los 90, se ha creado un nuevo pacto jurídico para lograr la convivencia dentro de la diversidad.
Donde no se ha logrado ese pacto es, precisamente, en Cuba. Allí, el porcentaje de negros y mulatos rebasa el 60% de los cubanos que viven en la isla, a diferencia de Estados Unidos, donde los afroamericanos siguen siendo una minoría que no llega al 15% de la población. El poder cubano no refleja la diversidad racial, genérica, religiosa y sexual de la isla ni la existencia de una oposición y un exilio que pacíficamente defienden otra idea de gobierno. Barack Obama gana las elecciones como un político opositor, joven, negro y reformista, mientras que en Cuba el régimen está en manos de un pequeño grupo de ancianos blancos y conservadores. El contraste no podría ser mayor y, sin embargo, ambos países deberán experimentar el reajuste de unos vínculos caracterizados, en el último medio siglo, por la hostilidad y el recelo mutuos.
Obama no sólo es el primer presidente negro de Estados Unidos, sino el primero nacido después del triunfo de la Revolución Cubana y el primero en formarse políticamente después de la caída del Muro de Berlín. En propiedad, estaríamos en presencia de un político más del siglo XXI que del siglo XX, moldeado por los dilemas transversales de la sociedad posterior a la guerra fría. Su contraparte en la isla, Fidel y Raúl Castro, son, en cambio, criaturas del mundo bipolar, sujetos arcaicos que se perfilaron en la rígida contraposición entre capitalismo y comunismo. Esa asimetría de liderazgo, en vez de conformar un obstáculo infranqueable, podría actuar como incentivo a la búsqueda de un nuevo tipo de relación entre dos vecinos naturales, artificialmente convertidos en adversarios políticos.
Barack Obama llega a la presidencia sin una agenda latinoamericana. Lo poco que le hemos escuchado sobre el tema genera más interrogantes que propuestas para un hemisferio en el que asistimos al espectáculo paradójico de democracias que se consolidan y, al mismo tiempo, se exponen a nuevas amenazas. La emergencia de gobiernos de izquierda, en Brasil, Uruguay, Chile, Bolivia, Ecuador, Panamá y Paraguay, por ejemplo, en los que la voluntad de construir políticas de Estado en materia social no se da acompañada de maniobras para perpetuar a una persona, un partido o una familia en el poder, es una clara señal de consolidación de la democracia. El caudillismo, la inseguridad, el narcotráfico y la corrupción son sólo algunos de los tantos desafíos a esa gobernabilidad democrática.
La nueva presidencia demócrata y su gabinete tendrán que concebir una agenda latinoamericana. Algunas políticas de la Administración Bush -libre comercio, seguridad hemisférica, combate al narcotráfico, reforma migratoria- no deberían descartarse sino insertarse en una estrategia regional más amplia. Obama podría dotar esas prioridades de un sentido de colaboración económica y política plena, que permita dejar atrás las tensiones que genera el proteccionismo y las que todavía se heredan de las décadas anticomunistas. Una buena diplomacia de Washington ayudaría mucho a reforzar el componente democrático de las nuevas izquierdas y a contrarrestar la tendencia autoritaria y antiamericana que, en la primera mitad de esta década, promovieron La Habana y Caracas a costa de los excesos de Bush.
Si el nuevo presidente honra sus compromisos de campaña eliminará las restricciones a viajes y remesas que la pasada Administración aplicó contra el Gobierno cubano. Esa medida, incorporada a una estrategia de negociación del levantamiento del embargo comercial a cambio de pasos concretos a favor de la democratización de la isla, como el excarcelamiento de todos los presos políticos y la concesión de garantías para la actividad opositora podría ser el punto de partida de una importante distensión de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos. El viejo diferendo, herencia incómoda de la guerra fría y motivo permanente de desencuentros entre Washington y la comunidad internacional, debería llegar a su fin en los próximos años con una transición pacífica a la democracia en la isla.
El liderazgo del Departamento de Estado que designe Obama tendrá que tomar cartas en el asunto. A diferencia de la Unión Europea y América Latina, Estados Unidos no puede dar un cheque en blanco a Fidel y Raúl Castro, dos gobernantes que durante medio siglo han sostenido una confrontación de la hegemonía de Washington. Lo que sí puede hacer la nueva Administración es concertar multilateralmente su política hacia la isla, con aliados europeos y latinoamericanos, procurando siempre que cualquier negociación con La Habana incluya medidas tangibles a favor de libertades públicas en Cuba. El autoritarismo cubano no sólo es algo que sufre la población insular, ansiosa por entrar, finalmente, al siglo XXI, sino causa de conflictos en una región frágilmente democrática.
¿Qué interés pueden tener las democracias europeas y latinoamericanas en que en Cuba persista un régimen de partido único, economía de Estado e ideología marxista-leninista? Con un régimen así son siempre más difíciles las relaciones comerciales y diplomáticas y un régimen así siempre alentará valores antidemocráticos en el mundo. Los Estados Unidos de Barack Obama pueden ayudar, si se lo proponen, a que la democracia cubana no sólo sea un deseo de miles de opositores y millones de exiliados, excluidos de la vida pública de su país, sino interés de la inmensa mayoría democrática del mundo. Para ello, Washington tendría que asumir la cuestión cubana como algo más que un asunto doméstico, relacionado con los votantes del sur de la Florida.
Cuba sigue siendo la más clara alternativa autoritaria de la izquierda latinoamericana actual. La Venezuela de Chávez tiene mayor poder económico, pero el régimen político bolivariano no ha desmantelado el pluralismo político, ni la economía de mercado ni la esfera pública. El problema cubano tiene que ver, por tanto, con la consolidación y el perfeccionamiento de la democracia en el hemisferio. Si el Gobierno de Raúl Castro, como parecen transmitir las últimas negociaciones de su cancillería con España, la Unión Europea y México, quiere relacionarse con todas las democracias del mundo, estén gobernadas por la izquierda o por la derecha, nada más lógico que esas democracias impulsen la democratización de su interlocutor caribeño.
Los protagonistas de esa transición no serán, como sabemos, Washington, Bruselas, Madrid o Brasilia: serán los demócratas cubanos del siglo XXI, provengan de la oposición, el Gobierno o el exilio. Pero mientras más consenso internacional genere un cambio pacífico de régimen en la isla más rápido podrán avanzar sus impulsores. La oportunidad que se abre con el nuevo presidente de Estados Unidos no debería ser desaprovechada por la típica intransigencia de quienes, desde La Habana o Miami, ven amenazados sus intereses y, como tantas veces en el pasado, se aprestan a dinamitar cualquier plataforma de distensión. Medio siglo ha sido tiempo más que suficiente para vivir el drama de un país dividido y paralizado.